martes, 17 de julio de 2012

FELIPE-JOSÉ DE VICENTE ALGUERÓ - Viva la Pepa. Los frutos del liberalismo español en el siglo XIX (2009)


El legado liberal en España

El pensamiento más despreciado del siglo XX en España ha sido el liberal, tanto por motivos propios como ajenos. La diversidad de grupos y personalidades que se han definido como liberales desde 1808 hasta 1978 –y después- permite hacer un análisis lejos de martirologios y mixtificaciones. Y hay que asumir que a la vez que se puede defender que los grandes estadistas de la contemporaneidad española fueron liberales, no debe doler en prendas exponer los errores dogmáticos y políticos que algunos cometieron, o señalar a los que hicieron de la revolución su profesión, o que tomaron la exclusión del adversario como la única forma de gobernar. Es decir; deben diferenciarse a
Cánovas y Sagasta –equiparables a los grandes gobernantes de su época-, de los Ruiz Zorrilla y Azaña –asimilable este último a los que a principios del siglo XX llevaron las democracias europeas a la crisis total-.

El legado de aquellos liberales que crearon y desarrollaron el Estado nacional no ha sido reconocido por los que han denostado sus bases políticas, económicas, sociales o culturales, culpándoles, además, de los supuestos males de España. El inicio y los motivos de tal crítica ya los apuntó José María Marco en su obra La libertad traicionada (1997). Los liberales de finales del XIX y comienzos del XX consideraron que socialistas y nacionalistas eran elementos de modernización y regeneración del sistema representativo, sin creer que su intención era romper la estructura del Estado constitucional para acercarse al socialismo o a la independencia. Dejaron de ser liberales para ser “otra cosa”, y se produjo la crisis de la Restauración; esto es, la caída de la Monarquía y de la Constitución –contando con el error de Alfonso XIII- para dar lugar a una Dictadura, una República trágica, una Guerra Civil y otra Dictadura.

La crisis del liberalismo en España a principios del siglo XX fue similar a la que ocurrió en el resto de Europa. Esto no alivia hoy, pero sí permite sacar el caso español de la excepcionalidad en la que muchos aún lo colocan. El cuestionamiento del parlamentarismo, de los derechos individuales, de la democracia, del capitalismo o de las fronteras nacionales se produjo en la misma medida que el Estado nacional estaba construido, y construido por los liberales, por lo que el liberalismo estuvo en el centro de la crítica.

Los logros de las personalidades, grupos y partidos que componían el mundo liberal entre 1808 y 1923 son expuestos por Felipe-José de Vicente Algueró en ¡Viva la Pepa! Los frutos del liberalismo español  en el siglo XIX, editado por Gota a Gota.  El autor es catedrático de Instituto, especializado en Historia, y se nota. El tono didáctico, sencillo y cercano está presente en todo el texto; quizá porque F-J.  de Vicente entiende que el lector desconoce nombres, trayectorias y acontecimientos, y que así debe ser la reivindicación con orgullo contenido de lo que denomina “frutos”. El libro es un acierto, no sólo porque muestra el interés que una editorial vinculada a un partido político tiene por la Historia, sino porque es una obra de divulgación que puede llegar a un público amplio.

Los “frutos” políticos son claros: la nación soberana, la constitución como salvaguardia de los derechos del hombre y regulación de los poderes del Estado, el sistema representativo y la ampliación paulatina del sufragio; medidas todas ellas que acompasaron el desarrollo del país al ritmo de las naciones más avanzadas de Occidente. En 1834, por ejemplo, sólo había cuatro países en Europa con un régimen constitucional, y uno de ellos era España, el país que estableció el sufragio universal masculino en la Constitución de 1869, la más liberal de su tiempo.  Todo ello dentro de una inestabilidad endémica tanto de gobiernos como de constituciones y casas reinantes, no mayor que en el proceso francés, pero mucho menos sangrienta. Una inestabilidad que provocó que llegaran al poder hombres de valía, con sentido de Estado, junto a aventureros y demagogos.

En medio de esta historia política apasionante, la economía española se desarrolló. Y esto a pesar de que el país tuvo que reconstruirse dos veces: tras la Guerra de la Independencia y la primera guerra carlista. Pero se creó un mercado nacional, una red de transportes y se dio unidad fiscal y bancaria “consolidando una estructura económica liberal que ha marcado la historia económica de España por muchos años” (p. 81). Esto no quita para señalar que la desamortización de Mendizábal se hizo mal y se presentó peor, o que la política ferroviaria estuvo trufada de corrupción. En este sentido, el historiador Leandro Prados de la Escosura ha señalado que si el marco hubiera sido más liberal –difícil en el entorno proteccionista europeo-, y si se hubiera reducido el peso del sector agrario, aumentando a la vez el capital físico y humano, el crecimiento habría sido mayor.

La educación fue otro de los elementos importantes para los liberales, desde la Ley de Instrucción Pública de Claudio Moyano (1857) hasta, en opinión de F-J. de Vicente, la Institución Libre de Enseñanza (1876) o la Junta de Ampliación de Estudios (1907). Por esta última pasaron Severo Ochoa, Laín Entralgo, Luis de Zulueta, Claudio Sánchez-Albornoz, Manuel Azaña, Fernando de los Ríos, José Ortega y Gasset, Besteiro, Zubiri, Alberti y Pérez de Ayala, entre otros. El objetivo de los liberales, dice el autor, era:

“regenerar el país mediante el desarrollo de una sociedad culta y educada, que dispusiera de una elite intelectual bien preparada capaz de formar nuevas generaciones de españoles en este ambiente de libertad y búsqueda del conocimiento, fundamento de las sociedades liberales” (p. 183).

El resultado fue mediano, como es bien sabido, posiblemente porque el plan educativo no tuvo tiempo suficiente. Lo que sí es cierto es que el régimen de la Restauración creó las condiciones adecuadas para que afloraran en el siglo XX dos generaciones, las que compusieron la llamada “Edad de Plata” de la cultura española.

La legislación social fue de igual modo un logro de los liberales, a pesar de que la historiografía contraria lo ha presentado como una conquista del “movimiento obrero” a la “burguesía”. Tanto el liberalismo progresista como el conservador ejecutaron medidas en el último cuarto del siglo XIX y principios del XX para regular los conflictos colectivos, cubrir la invalidez laboral, la higiene y la seguridad en el trabajo, así como garantizar los derechos de asociación, manifestación y huelga. En este orden de cosas, el liberal Segismundo Moret creó la Comisión de Reformas Sociales (1885), y el conservador Maura la transformó en el Instituto de Reformas Sociales (1903) dirigido por seis representantes de la patronal y otros tantos de los sindicatos. En esta tónica, los gobiernos liberales dieron leyes como la de Descanso dominical (1904), la de Inspección de Trabajo (1906), la ley de huelgas (1909), el Retiro Obrero –seguro social- (1913) o la que estableció la jornada laboral máxima de ocho horas (1919).

El liberalismo, como señala F-J. de Vicente, ha sido el elemento más determinante para la construcción de la España contemporánea. La gran cuenta pendiente, sin embargo, fue su incapacidad para crear una cultura política liberal, de tradiciones cimentadas en la lealtad al parlamentarismo y al constitucionalismo, que fuera crítica, sí, pero leal, capaz de resistir los embates de los totalitarios, de aferrarse a las normas de juego, con una confianza que nos hubiera librado del ocaso de la libertad en el siglo XX. Por soñar que no quede.

FELIPE-JOSÉ DE VICENTE ALGUERÓ: ¡VIVA LA PEPA! LOS FRUTOS DEL LIBERALISMO ESPAÑOL EN EL SIGLO XIX. Gota a Gota (Madrid), 2009, 303 páginas.

Publicado en el Suplemento de Historia de Libertad Digital. 

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