El legado liberal en España
El pensamiento más
despreciado del siglo XX en España ha sido el liberal, tanto por motivos
propios como ajenos. La diversidad de grupos y personalidades que se han
definido como liberales desde 1808 hasta 1978 –y después- permite hacer un
análisis lejos de martirologios y mixtificaciones. Y hay que asumir que a la
vez que se puede defender que los grandes estadistas de la contemporaneidad
española fueron liberales, no debe doler en prendas exponer los errores dogmáticos
y políticos que algunos cometieron, o señalar a los que hicieron de la
revolución su profesión, o que tomaron la exclusión del adversario como la
única forma de gobernar. Es decir; deben diferenciarse a
Cánovas y Sagasta –equiparables a los grandes gobernantes de su época-, de los Ruiz Zorrilla y Azaña –asimilable este último a los que a principios del siglo XX llevaron las democracias europeas a la crisis total-.
Cánovas y Sagasta –equiparables a los grandes gobernantes de su época-, de los Ruiz Zorrilla y Azaña –asimilable este último a los que a principios del siglo XX llevaron las democracias europeas a la crisis total-.
El legado de
aquellos liberales que crearon y desarrollaron el Estado nacional no ha sido
reconocido por los que han denostado sus bases políticas, económicas, sociales
o culturales, culpándoles, además, de los supuestos males de España. El inicio
y los motivos de tal crítica ya los apuntó José María Marco en su obra La libertad traicionada (1997). Los
liberales de finales del XIX y comienzos del XX consideraron que socialistas y
nacionalistas eran elementos de modernización y regeneración del sistema
representativo, sin creer que su intención era romper la estructura del Estado
constitucional para acercarse al socialismo o a la independencia. Dejaron de
ser liberales para ser “otra cosa”, y se produjo la crisis de la Restauración ; esto
es, la caída de la Monarquía
y de la Constitución
–contando con el error de Alfonso XIII- para dar lugar a una Dictadura, una
República trágica, una Guerra Civil y otra Dictadura.
La crisis del
liberalismo en España a principios del siglo XX fue similar a la que ocurrió en
el resto de Europa. Esto no alivia hoy, pero sí permite sacar el caso español
de la excepcionalidad en la que muchos aún lo colocan. El cuestionamiento del
parlamentarismo, de los derechos individuales, de la democracia, del capitalismo
o de las fronteras nacionales se produjo en la misma medida que el Estado
nacional estaba construido, y construido por los liberales, por lo que el
liberalismo estuvo en el centro de la crítica.
Los logros de las
personalidades, grupos y partidos que componían el mundo liberal entre 1808 y
1923 son expuestos por Felipe-José de Vicente Algueró en ¡Viva la Pepa !
Los frutos del liberalismo español en el
siglo XIX, editado por Gota a Gota. El
autor es catedrático de Instituto, especializado en Historia, y se nota. El
tono didáctico, sencillo y cercano está presente en todo el texto; quizá porque
F-J. de Vicente entiende que el lector
desconoce nombres, trayectorias y acontecimientos, y que así debe ser la
reivindicación con orgullo contenido de lo que denomina “frutos”. El libro es
un acierto, no sólo porque muestra el interés que una editorial vinculada a un
partido político tiene por la
Historia , sino porque es una obra de divulgación que puede
llegar a un público amplio.
Los “frutos”
políticos son claros: la nación soberana, la constitución como salvaguardia de
los derechos del hombre y regulación de los poderes del Estado, el sistema
representativo y la ampliación paulatina del sufragio; medidas todas ellas que
acompasaron el desarrollo del país al ritmo de las naciones más avanzadas de
Occidente. En 1834, por ejemplo, sólo había cuatro países en Europa con un
régimen constitucional, y uno de ellos era España, el país que estableció el
sufragio universal masculino en la
Constitución de 1869, la más liberal de su tiempo. Todo ello dentro de una inestabilidad
endémica tanto de gobiernos como de constituciones y casas reinantes, no mayor
que en el proceso francés, pero mucho menos sangrienta. Una inestabilidad que
provocó que llegaran al poder hombres de valía, con sentido de Estado, junto a
aventureros y demagogos.
En medio de esta
historia política apasionante, la economía española se desarrolló. Y esto a
pesar de que el país tuvo que reconstruirse dos veces: tras la Guerra de la Independencia y la
primera guerra carlista. Pero se creó un mercado nacional, una red de
transportes y se dio unidad fiscal y bancaria “consolidando una estructura
económica liberal que ha marcado la historia económica de España por muchos
años” (p. 81). Esto no quita para señalar que la desamortización de Mendizábal se
hizo mal y se presentó peor, o que la política ferroviaria estuvo trufada de
corrupción. En este sentido, el historiador Leandro Prados de la Escosura ha señalado que
si el marco hubiera sido más liberal –difícil en el entorno proteccionista
europeo-, y si se hubiera reducido el peso del sector agrario, aumentando a la
vez el capital físico y humano, el crecimiento habría sido mayor.
La educación fue
otro de los elementos importantes para los liberales, desde la Ley de Instrucción Pública de
Claudio Moyano (1857) hasta, en opinión de F-J. de Vicente, la Institución Libre
de Enseñanza (1876) o la Junta
de Ampliación de Estudios (1907). Por esta última pasaron Severo Ochoa, Laín
Entralgo, Luis de Zulueta, Claudio Sánchez-Albornoz, Manuel Azaña, Fernando de
los Ríos, José Ortega y Gasset, Besteiro, Zubiri, Alberti y Pérez de Ayala,
entre otros. El objetivo de los liberales, dice el autor, era:
“regenerar
el país mediante el desarrollo de una sociedad culta y educada, que dispusiera
de una elite intelectual bien preparada capaz de formar nuevas generaciones de
españoles en este ambiente de libertad y búsqueda del conocimiento, fundamento
de las sociedades liberales” (p.
183).
El resultado fue
mediano, como es bien sabido, posiblemente porque el plan educativo no tuvo
tiempo suficiente. Lo que sí es cierto es que el régimen de la Restauración creó las
condiciones adecuadas para que afloraran en el siglo XX dos generaciones, las
que compusieron la llamada “Edad de Plata” de la cultura española.
La legislación
social fue de igual modo un logro de los liberales, a pesar de que la
historiografía contraria lo ha presentado como una conquista del “movimiento
obrero” a la “burguesía”. Tanto el liberalismo progresista como el conservador
ejecutaron medidas en el último cuarto del siglo XIX y principios del XX para
regular los conflictos colectivos, cubrir la invalidez laboral, la higiene y la
seguridad en el trabajo, así como garantizar los derechos de asociación,
manifestación y huelga. En este orden de cosas, el liberal Segismundo Moret
creó la Comisión
de Reformas Sociales (1885), y el conservador Maura la transformó en el
Instituto de Reformas Sociales (1903) dirigido por seis representantes de la
patronal y otros tantos de los sindicatos. En esta tónica, los gobiernos
liberales dieron leyes como la de Descanso dominical (1904), la de Inspección
de Trabajo (1906), la ley de huelgas (1909), el Retiro Obrero –seguro social-
(1913) o la que estableció la jornada laboral máxima de ocho horas (1919).
El liberalismo,
como señala F-J. de Vicente, ha sido el elemento más determinante para la
construcción de la España
contemporánea. La gran cuenta pendiente, sin embargo, fue su incapacidad para
crear una cultura política liberal, de tradiciones cimentadas en la lealtad al
parlamentarismo y al constitucionalismo, que fuera crítica, sí, pero leal, capaz
de resistir los embates de los totalitarios, de aferrarse a las normas de
juego, con una confianza que nos hubiera librado del ocaso de la libertad en el
siglo XX. Por soñar que no quede.
FELIPE-JOSÉ DE VICENTE ALGUERÓ: ¡VIVA LA PEPA! LOS FRUTOS DEL LIBERALISMO ESPAÑOL EN EL SIGLO XIX. Gota
a Gota (Madrid), 2009, 303 páginas.
Publicado en el Suplemento de Historia de Libertad Digital.
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