viernes, 27 de julio de 2012

El Ministerio relámpago, la monja y el rey



Cuando se vive con un gobierno palmariamente agotado, en medio de una crisis económica y social que mal gestionada puede dañar la democracia, parece que cuatro años de legislatura son muchos. Hay quien desearía una mayor volatilidad de los malos gobernantes; es decir, que el sistema representativo permitiera rápidamente el cese y sustitución de un Ejecutivo nefasto. Sin embargo, una de las garantías de tales sistemas es la seguridad de las instituciones, siempre dentro de un límite temporal legal y ampliamente aceptado. La Historia nos enseña casos de una fugacidad ministerial a veces lógica pero nunca edificante. Esta es la historia de uno de esos cambios gubernamentales: el del llamado Ministerio relámpago, en la España de 1849.


Es un lugar común el sostener que el rey Francisco de Asís de Borbón (1822-1902) fue un mal marido de Isabel II (1830-1904) por su poca afición a la heterosexualidad, lo que habría obligado a la reina a buscar el amor en otros brazos. Sin embargo, el peor papel que desempeñó el rey consorte fue el de hombre leal a la Corona y al régimen, que en verdad era el importante. Conspiró contra su esposa y sus gobiernos, no despreciando ningún medio para desestabilizar el sistema. En su afán de tener el poder llegó incluso a desear la muerte de Isabel. El dinero y la soledad le calmaban, pero había un hombre que le desesperaba: el general Narváez. ¿Por qué? Porque apartaba a su camarilla, le obligaba a reducir su vida social y, sobre todo, le impedía hacer negocios. Era preciso para el rey Francisco deshacerse de Narváez.

Cualquier ocasión podía ser propicia. Francisco de Asís trató de aprovechar la que se llamó “cuestión de Roma”. El papa Pío IX había establecido un régimen constitucional en sus Estados. El 15 de noviembre de 1848 fue apuñalado el presidente del Gobierno romano, Pellegrino Rossi, a las puertas del Parlamento. Los autores eran republicanos, y la supuesta razón del atentado fue que Rossi deseaba hacer una política conservadora y abandonar la causa de la unidad italiana. El Papa, en lugar de reprimir a los revoltosos, nombró algunos ministros demócratas para calmarlos. La violencia aumentó y Pío IX abandonó secretamente Roma. Los republicanos aprovecharon para proclamar la República. Narváez, presidente del gobierno español, quiso usar el restablecimiento del Papa en su Trono para que éste y las potencias absolutistas, como Austria, reconocieran a Isabel II como reina de España. A Narváez, una vez conseguido esto, le importaba poco qué régimen había en los Estados Pontificios; no así a Francia, principal restaurador de la soberanía papal, que exigía la conservación del régimen constitucional.

Giovanni Brunelli, nuncio de Su Santidad en España, convenció al rey consorte de que la política de Narváez debilitaría a la Monarquía española al no cumplir el deseo del Papa, que quería volver al régimen absoluto. Era obligado, decía, cesar a Narváez. Francisco de Asís pensó en Cleonard, un conde sin peso político, para sustituir al General que presidía el gobierno. Sólo faltaba convencer a Isabel II del peligro que corría la Corona con la política de Narváez, para lo que le escribió una carta argumentando que el General estimaba más su poder personal que la consolidación del Trono, como mostraba, a su entender, en la “cuestión de Roma”. 

La reina se comportó con astucia. Ese mismo día, el 18 de octubre de 1849, entregó la torpe carta al conde de Pinohermoso, Mayordomo Mayor de Palacio y hermano del marqués de Molins, ministro de Marina con Narváez. Además le dio otra carta con sus pareceres y opiniones. Al tiempo fue al Palacio de las Rejas, residencia de su madre María Cristina y Riánsares, su padrastro, enemigos de Francisco de Asís, para confesarles las intenciones de éste.

Molins comunicó a Narváez los sucesos, sin atreverse a darle la carta del rey por temor a una reacción violenta. A renglón seguido, Isabel II convocó a sus amigos a una representación teatral en la sala que a ese efecto se había hecho construir en Palacio. Ante la gente, la reina se presentó compungida, “verdaderamente conmovida” –decía el diario La Época del 20 de octubre-. Momento antes había comunicado a Francisco de Asís que nombraría a Cleonard presidente del gobierno, por lo que se presentó ufano y tranquilo en aquella reunión social. A las pocas horas ya lo sabía todo Madrid.

A las cuatro de la mañana del 19 de octubre, Isabel II firmó los decretos de cese del gobierno Narváez. Cleonard salió del cuarto del rey y juró como ministro. Formó su gabinete y tres horas después acudió al ministerio de la Guerra. Trinidad Balboa, encargado de Gobernación, apareció temprano en la sede de su ministerio, y arengó a los sorprendidos funcionarios.

La prensa del día 20 de octubre acusó al rey y a Cleonard de golpe de Estado, y hasta los periódicos progresistas alabaron a Narváez, quien se paseó por Madrid para recibir el calor popular. La cascada de dimisiones fue inmediata, y los desaires continuos. Hasta la bolsa cayó.

Cleonard acudió ese mismo día a Palacio con los decretos que había escrito. La reina estaba en esos momentos con Narváez, por lo que tuvo que esperar. Cuatro horas después le llamaron. El ayudante que le avisó le aconsejó que no subiera los decretos porque no harían falta. Isabel II le recibió en compañía de Narváez. Tranquila y sonriente le pidió que sustituyera a Balboa por el conde de San Luis. Visiblemente nervioso, Cleonard trató de firmar muy alto en el papel, cerca de la rúbrica de la reina. Y, según contaba el periódico El Clamor Público del 22 de octubre, Narváez dijo: “Mas abajo, señor conde, que está la firma de la reina”. Cleonard ya no atinaba, y para la jura de San Luis abrió los Evangelios por donde no era, a lo que Narváez, zumbón, respondió: “No es por ahí, señor conde: se conoce cómo ha jurado Vd.”. Con San Luis en el Gobierno, ya había un ministro que podía firmar la exoneración del resto, incluida la del mismo presidente. Una vez hecho, Narváez despidió a Cleonard diciendo “Ya está Vd. aquí de más”.

Los periódicos calificaron el episodio de “situación de impotencia y de imbecilidad”, “golpe de Estado” y “reacción” de aquel gobierno que, según el diario liberal La Patria, no había podido “resistir a dos días de risa general”. Y atizaron a los caídos que resultaron ser “hombres oscuros, desconocidos, alguno de ellos encausado –era cierto-, sin antecedentes, sin posición política”. El agravio era para los españoles:

¿Así se insulta a una nación entera? ¿Así se la rebaja a los ojos de Europa? ¿Así se la afrenta y se la humilla para satisfacer un capricho o una exigencia del amor propio?

Era un “capricho” o una “exigencia” de Francisco de Asís, no de Isabel II, que, mayoritariamente, seguía viéndose como víctima. El Heraldo, la voz de Narváez, avisó al rey consorte:

si hay quien considera como muy entretenido jugar con el crédito, con la dignidad y con la honra de la nación, conviene que sepa, para que no tenga imitadores, que ha adoptado un oficio peligroso, un oficio que tiene quiebras lamentables, y que tras el deleite viene el dolor, y tras el capricho el castigo y el escarmiento.

Narváez ordenó las cosas. Privó al rey Francisco de todos sus poderes en Palacio, salvo en lo concerniente a su servidumbre. El padre Fulgencio fue detenido y expulsado de Madrid, y sor Patrocinio fue conminada a retirarse a Badajoz. Martín Rodón, secretario del rey, fue arrestado, encontrándosele proyectos de gobierno que le relacionaban directamente con la trama. Melgar, que había sido archivero del infante Francisco, y que era entonces secretario particular del rey consorte, también fue hecho preso. Quiroga, hermano de sor Patrocinio y gentilhombre del rey, fue destinado a Ronda. Baena, antiguo ayudante del infante Francisco, padre del rey consorte, y gentilhombre del mismo, fue arrestado en la Plazuela de Oriente, justo al salir de Palacio, y desterrado a Melilla. Fuente Taja, administrador de la Montaña del Príncipe Pío, corrió la misma suerte. A Trinidad Balboa se le detuvo en la tertulia del duque de San Carlos. Conducido al cuartel de guardias de Corps, salió al amanecer del día 23 en una silla de postas con dirección a Ceuta. Manresa, otro gentilhombre, fue detenido en su casa a la una de la mañana; del sobresalto se ofreció a “hacer revelaciones”. Dos horas después fue puesto en libertad.

¿Y la injerencia pontificia en la trama? El gobierno encontró papeles que involucraban al Consejo de Cardenales de Roma. Narváez ordenó a Fernández de Córdoba, que mandaba las tropas españolas en Italia, que volviera. La política hacia la “cuestión” no cambió.

La impaciencia y la estulticia de las maniobras del rey y de su camarilla para ganar el gobierno reforzaron a sus enemigos. Otro cantar es que los vencedores no supieran aprovechar la ocasión en beneficio del régimen constitucional, y ni siquiera en el propio. Pero los vuelcos políticos maestros nunca se libran en veinticuatro horas, y menos cuando están liderados por mequetrefes; ni todas las respuestas, aún siendo astutas, son edificantes.  

Publicado en el Suplemento de Historia de Libertad Digital
con el título "Cambio de gobierno, dos días de risa general".

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