Cuando se vive con un gobierno palmariamente agotado, en medio de una
crisis económica y social que mal gestionada puede dañar la democracia, parece
que cuatro años de legislatura son muchos. Hay quien desearía una mayor
volatilidad de los malos gobernantes; es decir, que el sistema representativo
permitiera rápidamente el cese y sustitución de un Ejecutivo nefasto. Sin
embargo, una de las garantías de tales sistemas es la seguridad de las
instituciones, siempre dentro de un límite temporal legal y ampliamente
aceptado. La Historia nos enseña casos de una fugacidad ministerial a veces
lógica pero nunca edificante. Esta es la historia de uno de esos cambios
gubernamentales: el del llamado Ministerio relámpago, en la España de
1849.
Es un lugar común el sostener que el rey
Francisco de Asís de Borbón (1822-1902) fue un mal marido de Isabel II
(1830-1904) por su poca afición a la heterosexualidad, lo que habría obligado a
la reina a buscar el amor en otros brazos. Sin embargo, el peor papel que desempeñó
el rey consorte fue el de hombre leal a la Corona y al régimen, que en verdad
era el importante. Conspiró contra su esposa y sus gobiernos, no despreciando
ningún medio para desestabilizar el sistema. En su afán de tener el poder llegó
incluso a desear la muerte de Isabel. El dinero y la soledad le calmaban, pero
había un hombre que le desesperaba: el general Narváez. ¿Por qué? Porque
apartaba a su camarilla, le obligaba a reducir su vida social y, sobre todo, le
impedía hacer negocios. Era preciso para el rey Francisco deshacerse de
Narváez.
Cualquier ocasión podía ser propicia.
Francisco de Asís trató de aprovechar la que se llamó “cuestión de Roma”. El
papa Pío IX había establecido un régimen constitucional en sus Estados. El 15
de noviembre de 1848 fue apuñalado el presidente del Gobierno romano,
Pellegrino Rossi, a las puertas del Parlamento. Los autores eran republicanos,
y la supuesta razón del atentado fue que Rossi deseaba hacer una política
conservadora y abandonar la causa de la unidad italiana. El Papa, en lugar de
reprimir a los revoltosos, nombró algunos ministros demócratas para calmarlos.
La violencia aumentó y Pío IX abandonó secretamente Roma. Los republicanos
aprovecharon para proclamar la República. Narváez, presidente del gobierno
español, quiso usar el restablecimiento del Papa en su Trono para que éste y
las potencias absolutistas, como Austria, reconocieran a Isabel II como reina
de España. A Narváez, una vez conseguido esto, le importaba poco qué régimen
había en los Estados Pontificios; no así a Francia, principal restaurador de la
soberanía papal, que exigía la conservación del régimen constitucional.
Giovanni Brunelli, nuncio de Su Santidad en
España, convenció al rey consorte de que la política de Narváez debilitaría a la
Monarquía española al no cumplir el deseo del Papa, que quería volver al
régimen absoluto. Era obligado, decía, cesar a Narváez. Francisco de Asís pensó
en Cleonard, un conde sin peso político, para sustituir al General que presidía
el gobierno. Sólo faltaba convencer a Isabel II del peligro que corría la
Corona con la política de Narváez, para lo que le escribió una carta
argumentando que el General estimaba más su poder personal que la consolidación
del Trono, como mostraba, a su entender, en la “cuestión de Roma”.
La reina se comportó con astucia. Ese mismo
día, el 18 de octubre de 1849, entregó la torpe carta al conde de Pinohermoso,
Mayordomo Mayor de Palacio y hermano del marqués de Molins, ministro de Marina
con Narváez. Además le dio otra carta con sus pareceres y opiniones. Al tiempo
fue al Palacio de las Rejas, residencia de su madre María Cristina y Riánsares,
su padrastro, enemigos de Francisco de Asís, para confesarles las intenciones
de éste.
Molins comunicó a Narváez los sucesos, sin
atreverse a darle la carta del rey por temor a una reacción violenta. A renglón
seguido, Isabel II convocó a sus amigos a una representación teatral en la sala
que a ese efecto se había hecho construir en Palacio. Ante la gente, la reina
se presentó compungida, “verdaderamente conmovida” –decía el diario La Época
del 20 de octubre-. Momento antes había comunicado a Francisco de Asís que
nombraría a Cleonard presidente del gobierno, por lo que se presentó ufano y
tranquilo en aquella reunión social. A las pocas horas ya lo sabía todo Madrid.
A las cuatro de la mañana del 19 de
octubre, Isabel II firmó los decretos de cese del gobierno Narváez. Cleonard
salió del cuarto del rey y juró como ministro. Formó su gabinete y tres horas
después acudió al ministerio de la Guerra. Trinidad Balboa, encargado de
Gobernación, apareció temprano en la sede de su ministerio, y arengó a los
sorprendidos funcionarios.
La prensa del día 20 de octubre acusó al
rey y a Cleonard de golpe de Estado, y hasta los periódicos progresistas
alabaron a Narváez, quien se paseó por Madrid para recibir el calor popular. La
cascada de dimisiones fue inmediata, y los desaires continuos. Hasta la bolsa
cayó.
Cleonard acudió ese mismo día a Palacio con
los decretos que había escrito. La reina estaba en esos momentos con Narváez,
por lo que tuvo que esperar. Cuatro horas después le llamaron. El ayudante que
le avisó le aconsejó que no subiera los decretos porque no harían falta. Isabel
II le recibió en compañía de Narváez. Tranquila y sonriente le pidió que
sustituyera a Balboa por el conde de San Luis. Visiblemente nervioso, Cleonard
trató de firmar muy alto en el papel, cerca de la rúbrica de la reina. Y, según
contaba el periódico El Clamor Público del 22 de octubre, Narváez dijo:
“Mas abajo, señor conde, que está la firma de la reina”. Cleonard ya no
atinaba, y para la jura de San Luis abrió los Evangelios por donde no era, a lo
que Narváez, zumbón, respondió: “No es por ahí, señor conde: se conoce cómo ha
jurado Vd.”. Con San Luis en el Gobierno, ya había un ministro que podía firmar
la exoneración del resto, incluida la del mismo presidente. Una vez hecho,
Narváez despidió a Cleonard diciendo “Ya está Vd. aquí de más”.
Los
periódicos calificaron el episodio de “situación de impotencia y de imbecilidad”, “golpe de Estado” y
“reacción” de aquel gobierno que, según el diario liberal La Patria, no
había podido “resistir a dos días de risa general”. Y atizaron
a los caídos que resultaron ser “hombres oscuros, desconocidos, alguno de ellos encausado –era
cierto-, sin antecedentes, sin posición política”. El agravio era para los
españoles:
¿Así se insulta a una nación entera?
¿Así se la rebaja a los ojos de Europa? ¿Así se la afrenta y se la humilla para
satisfacer un capricho o una exigencia del amor propio?
Era un
“capricho” o una “exigencia” de Francisco de Asís, no de Isabel II, que,
mayoritariamente, seguía viéndose como víctima. El Heraldo, la voz de Narváez, avisó al rey consorte:
si hay quien considera como muy
entretenido jugar con el crédito, con la dignidad y con la honra de la nación,
conviene que sepa, para que no tenga imitadores, que ha adoptado un oficio
peligroso, un oficio que tiene quiebras lamentables, y que tras el deleite
viene el dolor, y tras el capricho el castigo y el escarmiento.
Narváez ordenó las cosas. Privó al rey
Francisco de todos sus poderes en Palacio, salvo en lo concerniente a su
servidumbre. El padre Fulgencio fue detenido y expulsado de Madrid, y sor
Patrocinio fue conminada a retirarse a Badajoz. Martín Rodón, secretario del
rey, fue arrestado, encontrándosele proyectos de gobierno que le relacionaban
directamente con la trama. Melgar, que había sido archivero del infante
Francisco, y que era entonces secretario particular del rey consorte, también
fue hecho preso. Quiroga, hermano de sor Patrocinio y gentilhombre del rey, fue
destinado a Ronda. Baena, antiguo ayudante del infante Francisco, padre del rey
consorte, y gentilhombre del mismo, fue arrestado en la Plazuela de Oriente,
justo al salir de Palacio, y desterrado a Melilla. Fuente Taja, administrador
de la Montaña del Príncipe Pío, corrió la misma suerte. A Trinidad Balboa se le
detuvo en la tertulia del duque de San Carlos. Conducido al cuartel de guardias
de Corps, salió al amanecer del día 23 en una silla de postas con dirección a
Ceuta. Manresa, otro gentilhombre, fue detenido en su casa a la una de la
mañana; del sobresalto se ofreció a “hacer revelaciones”. Dos horas después fue
puesto en libertad.
¿Y la injerencia pontificia en la trama? El
gobierno encontró papeles que involucraban al Consejo de Cardenales de Roma.
Narváez ordenó a Fernández de Córdoba, que mandaba las tropas españolas en
Italia, que volviera. La política hacia la “cuestión” no cambió.
La impaciencia y la estulticia de las
maniobras del rey y de su camarilla para ganar el gobierno reforzaron a sus
enemigos. Otro cantar es que los vencedores no supieran aprovechar la ocasión
en beneficio del régimen constitucional, y ni siquiera en el propio. Pero los
vuelcos políticos maestros nunca se libran en veinticuatro horas, y menos
cuando están liderados por mequetrefes; ni todas las respuestas, aún siendo
astutas, son edificantes.
Publicado en el Suplemento de Historia de Libertad Digital
con el título "Cambio de gobierno, dos días de risa general".
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