Este año se cumple
el 150 aniversario de la Guerra de África (escribía esto en 2009) que, como no salimos derrotados,
pasará completamente inadvertido para los distintos gobiernos y la sociedad
española. Aquel acontecimiento que se desarrolló entre el 19 de noviembre de
1859 y 25 de marzo de 1860 fue el primer éxito de la renovada política exterior
del general O’Donnell. En los años siguientes vendrían la conquista de Annam
–el actual Vietnam-, la incorporación de Santo Domingo, la expedición a México
y la guerra del Pacífico.
Mucho se ha
discutido sobre la Guerra de África. Unos aseguran que fue un instrumento de
distracción para ocultar problemas internos. Pero al Ejecutivo no le hacía
falta, ya que el gobierno de O’Donnell, responsable del llamado Parlamento Largo (1858-1863), fue el
ministerio más longevo, estable y próspero del reinado de Isabel II.
Otros
afirman que respondía a la nueva Era de los imperialismos, y que España quiso
competir con las potencias europeas, no en vano Francia estaba en plena
expansión en Argelia y Gran Bretaña dominaba Marruecos.
No obstante, lo
cierto es que la hostilidad marroquí había aumentado con la presencia europea
en el norte de África debido a la piratería, la dejación o connivencia del
Sultán, y la guerra santa predicada por los imames. La violencia de los rifeños
era frecuente en el campo de Melilla y la inseguridad de las embarcaciones era
grande en las costas del Rif y Yebala, donde eran apresados los barcos europeos.
No se podía contar con la colaboración del Imperio de Marruecos porque era una
ficción, cuya autoridad no pasaba de la capital, mientras que el poder efectivo
lo detentaban los jefes de las tribus.
Las potencias
europeas coincidieron en la necesidad de pacificar la zona a través de la fuerza.
El general Narváez dio la primera respuesta ocupando las Islas Chafarinas, el 6
de enero de 1848, para echar a los piratas y controlar la zona marítima.
Francia reforzó su ejército africano y Gran Bretaña su armada.
En esta línea, O’Donnell,
ministro de la Guerra en 1854, nombró al brigadier Antonio Buceta como
gobernador de Melilla, que presidió una comisión de jefes y oficiales del
Estado Mayor para estudiar la manera de defender los intereses españoles en el
norte de África. Se propuso entonces la construcción de una línea de fuertes
avanzados en el campo exterior de Ceuta. El acto era legal según el tratado de
paz firmado en 1799 con el sultán Muley Soliman, y su ampliación de 1845.
La situación sin
embargo se caldeaba. Las minas francesas de Nemours eran atacadas
constantemente por la kábila Beinzanacen, y las poblaciones de Achaz y la
Sagara habían tomado las armas soliviantadas por un imán. Los “santones”, como
entonces se decía, estaban predicando la guerra santa contra el infiel. Melilla
fue atacada por las kábilas rifeñas en septiembre de 1856. Las tropas mandadas
por Buceta salieron de la ciudad y la batalla fue encarnizada: alrededor de 100
soldados españoles cayeron en el enfrentamiento.
El gobierno español
ordenó al brigadier Ramón Gómez, comandante de Ceuta, la construcción de los
puestos de guardia en el campo de la ciudad, pero fueron destruidos por las
kábilas de Anghera en ataques nocturnos. Esto llevó a que se sustituyeran esos
puestos por unos de defensa. En el primero de éstos se colocó el escudo de
España, pero una noche fue derribado por los marroquíes. El ejército del Sultán
destinado a la zona por el tratado de 1845 para impedir las agresiones no hizo
nada. La inacción gubernamental marroquí no se debía solamente a la debilidad
de su Estado, sino a que el Sultán de Marruecos se creía protegido por Gran
Bretaña para dejar que las kábilas atacaran las posiciones españolas con total
impunidad. El objetivo era, claro está, que España abandonara sus plazas
africanas.
En los primeros
días de agosto de 1859 se observó una agitación inusual en el campo moro que
rodeaba Ceuta, y disminuyeron las entradas de rifeños en la ciudad. Desde las
murallas ceutíes se veía el alejamiento de las tiendas, el levantamiento de
terraplenes y el movimiento de los cañones. En la madrugada del 10 de agosto,
un grupo de rifeños descendió de los cerros, y al grito de “¡Alá!” derribó el
escudo español colocado en una fortificación y lo destruyó. A continuación se
dirigieron a los muros de Ceuta disparando sus armas de fuego y un cañón. La
tropa española los dispersó, pero al atardecer volvieron más ordenados aunque
sin éxito. El 24 de agosto cerca de mil rifeños atacaron Ceuta. Los soldados
salieron de la plaza. La batalla se prolongó durante todo el día. Cuatro
españoles murieron y 58 por parte
marroquí. Las hostilidades continuaron los tres días siguientes.
El 3 de septiembre,
los ingenieros salieron de la ciudad a continuar la construcción de las
fortificaciones, ahora más necesarias, mientras el enemigo les disparaba. Les
protegían el batallón de cazadores de Madrid, dos compañías de Basbatro y
cuatro del Fijo de Ceuta. Los enfrentamientos, con muertos, eran diarios.
El cónsul español
en Tánger, Juan Blanco del Valle, exigió el 5 de septiembre al ministro del Sultán
que obligara al Bajá de las provincias a reponer el escudo y que sus soldados
le rindieran armas, además pidió que fueran castigados a su vista los
infractores y que se reconociera el derecho de España a levantar
fortificaciones en Ceuta en la línea de Sierra Bullones. Se dio un plazo de
diez días, pero se amplió hasta el 15 de octubre por la muerte del sultán Muley
Abd el Ramán.
El nuevo sultán de
Marruecos, Muley Mohammad, quiso dilatar el proceso pidiendo tiempo y la
mediación de Gran Bretaña. El gobierno inglés no se opuso a la intervención
militar española, pero pidió una declaración escrita al español para que en
caso de guerra sólo se ocupara Tánger hasta que se ratificara un nuevo tratado
de paz. Al tiempo, el gobierno de O’Donnell, consciente de que el ultimátum
debía ir acompañado de una preparación militar, ordenó que se reuniera en
Algeciras un cuerpo de ejército de observación al mando del general Echagüe, y
poco después en Cádiz una división de reserva bajo las órdenes del general
Orozco.
A mediados de
octubre era evidente que se avecinaba la guerra. La Reina y el Gobierno estaban
decididos. Las Cortes aprobaron la intervención militar el 22 de octubre de
1859. Sólo quedaba ver cuál era la respuesta de la sociedad y de la oposición, la
del Partido Progresista.
Publicado en el suplemento de Historia de Libertad Digital.
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