martes, 24 de abril de 2012

Tres republicanos, o lo que es entenderse


La República de 1873 ha sido sinónimo de caos en la historia española, salvo para los que, siempre fieles al radicalismo de izquierdas, han visto en aquel episodio una “ocasión perdida”. Lo cierto es que en 1873 el país se consumía en tres guerras: la cubana, la carlista y la cantonal. El caos provocó que el propio Salmerón, presidente de la República entre julio y septiembre, confesara en una circular luego corregida, que hasta el ánimo más viril se venía abajo contemplando la situación. Mientras el país se deshacía, el movimiento republicano se debatía en una lucha interna tan insoportable como definitoria, entre facciones y personalismos. Esta es la historia de la desavenencia entre los tres republicanos más importantes de aquel año agotador, en sus últimos días: Emilio Castelar, Francisco Pi y Margall, y Nicolás Salmerón.


Durante décadas los publicistas republicanos habían descrito la República como un régimen de paz, prosperidad y felicidad, cuyo establecimiento mejoraría casi instantáneamente la economía, la educación, las condiciones de vida y la moralidad. En 1868 era el mito de La Federal, para algún historiador el “último mito burgués”. No obstante, entre la proclamación de la República, el 11 de febrero de 1873, y la elección de Castelar como presidente, el 6 de septiembre, se habían producido dos intentos de golpe de Estado de los mismos republicanos –sin incluir el “autogolpe” de Pi y Margall el 23 de abril-, unas elecciones en las que sólo votó alrededor del 20% del electorado, sendas proclamaciones cantonales en toda España, barricadas en Barcelona con carlistas, cantonalistas e internacionalistas al alimón, asesinatos de autoridades –como el alcalde de Alcoy-, el hundimiento de la economía y el exilio de una parte importante del país.

El orden era una necesidad para cualquiera, menos para los que veían en el caos la posibilidad de alcanzar el poder. Emilio Castelar, presidente desde septiembre, estaba decidido a hacer la paz utilizando todos los mecanismos legales, y pretendía incluir en la vida política a los monárquicos liberales y a los republicanos moderados. Es más, Castelar afirmó con contundencia que terminaría con la “demagogia blanca” (el carlismo) y la “demagogia roja” (los cantonales). La República debía entrar por el camino del orden, para lo cual necesitaba un gobierno fuerte y rápido que no se encontrara con la oposición sistemática de las Cortes. Para esto consiguió la suspensión de las sesiones parlamentarias hasta el 2 de enero de 1874.

Los republicanos de Salmerón y La izquierda republicana, compuesta por los federales de Pi y Margall y los intransigentes (cantonales), consideraban que la política de Castelar se había salido de la “órbita republicana”. ¿Por qué?

La primera razón era que el Presidente intentaba restablecer las relaciones con la Santa Sede, lo que era intolerable para un movimiento republicano que se había forjado en el anticlericalismo. Castelar había firmado un Modus Vivendi con el Vaticano para proveer las plazas de obispo en las diócesis de Toledo, Santiago y Tarragona. A Salmerón le parecía una traición al proyecto laicista del republicanismo, lo que era una contradicción porque durante la presidencia de Pi y Margall el ministro Suñer y Capdevila había nombrado al obispo de Filipinas. 

Castelar también había salido de la “órbita republicana”, en expresión de Salmerón, porque reforzó el ejército con militares que hasta entonces habían sido apartados por sus ideas políticas; es decir, por ser monárquicos o republicanos moderados.  El presidente buscaba la eficacia militar, no la política. Así reorganizó el Cuerpo de Artillería, disuelto por el ministro Fernández de Córdoba un mes antes de proclamarse la República, y restableció el Reglamento Militar, que contemplaba la pena de muerte por insubordinación. La rebelión interna en los ejércitos había sido corriente ese año, llegando incluso al asesinato de los oficiales para evitar la marcha al frente. Sin embargo, esa “órbita” era otra contradicción de Salmerón, pues él mismo había enviado durante su mandato al monárquico general Martínez Campos a terminar con los cantones de Valencia y Cartagena, y al general Pavía lo propio con los de Sevilla, Cádiz y Granada.

Pi y Margall, el tercer republicano en discordia, estaba en oposición al Presidente porque con la suspensión de las Cortes se había paralizado la discusión del proyecto constitucional; un proyecto escrito por el mismo Castelar en 24 horas, y que nadie reivindicó a partir de 1873.  Es más, Pi consideraba que no era necesario que se hubieran suspendido las garantías constitucionales para restablecer el imperio de la ley, sino que los medios eran el diálogo y dar cargos políticos a los cantonales sublevados. Lo cierto, y triste, es que a él le funcionó en parte y momentáneamente durante su presidencia, entre junio y julio de aquel año intenso. Pi hizo creer a los cantonales que la nueva España surgiría del pacto de las partes independientes, los cantones, lo que pasaba por la declaración de independencia de las ciudades, provincias y/o regiones. Este fue el camino por el que se proclamaron las repúblicas independientes de Marchena, Carmona, Écija o Coria del Río, y por el que Cartagena bombardeó Almería. Afortunadamente, la política militar de Castelar redujo la rebelión cantonal al punto cartagenero.

La oposición republicana al gobierno crecía, por lo que el Presidente intentó reconciliarse con Salmerón. Entre el 19 de diciembre de 1873 y el 2 de enero de 1874 ambos se reunieron casi todos los días. Salmerón se empeñaba que se había salido de la “órbita republicana”, mientras que Castelar insistía en que era la única política posible. La República, órgano salmeroniano, decía en su número del 21 de diciembre, que el Gobierno “divorcia a los elementos republicanos de la situación actual, y precipita los sucesos hacia una solución”. La Discusión, castelarino, decía el mismo día, que no se podía

“hoy gobernar de otra manera. O muere la República aplastada bajo el peso de la opinión del país, que quiere estabilidad y orden, o sigue como hoy resuelta a prescindir de ciertos compromisos para salvarse, satisfaciendo los deseos de la opinión”.

Salmerón y Pi y Margall pactaron la caída del Gobierno. La relación entre ambos había sido siempre complicada. El periódico de Salmerón había insultado a Pi y Margall diciendo que era el primero de los

“miserables gavillas de mercenarios sin coraje y sin dignidad; (culpables) de transigir con todos los crímenes, el asesinato y el incendio inclusive; de hacer por medio de sus adeptos causa común con los presidiarios; de pretender llegar a la realización de su ideal por el exterminio”.

Pi y Margall respondió desde su periódico El Reformista, llamando a Salmerón “El hombre hueco”. Le comparaba con los gigantes y cabezudos de las ferias, que se sacaban para asustar a los niños, y le tocaba el orgullo diciendo que el

“pobre Sanz del Río (maestro de Salmerón) se equivocó; el pueblo se ha equivocado; sus amigos se han llevado un chasco solemne; sus enemigos se ríen del miedo que le tuvieron. (…). Depositémosle con las precauciones debidas, a fin de que no se rompa, en cualquier parte hasta que pueda servir en otra procesión cualquiera. Y por si acaso no vuelve a haber más procesiones, volvámosle a su cátedra”.

Pero todo se suavizó para formar un frente contra Castelar. A Salmerón y Pi y Margall se unió el primer presidente de la República, Estanislao Figueras, que ya había regresado de aquella huída nocturna a París en plena presidencia. La política de Castelar les parecía insufrible, lo que se culminaba con que quisiera dar entrada en la vida política, en las Cortes, a monárquicos y republicanos moderados. La República, dijo Salmerón, debía ser para los republicanos, y el resto de ideas políticas debían quedar marginadas. La República no se podía construir con el concurso de otros republicanos o de los monárquicos, pues sería, decía Salmerón, traicionar el ideal, así que, concluyó: “Sálvense los principios, y perezca la República”. Decidieron entonces, en una reunión celebrada el 30 de diciembre, forzar en las Cortes, el 2 de enero, la dimisión de Castelar.

La sesión de las Cortes de aquel 2 de enero fue larga, densa, sorprendente y dolorosa; con periodistas exhaustos en la Tribuna, milicianos patrullando los pasillos, embajadores asustados y acuerdos disparatados. La noche llegó, se anunciaba el alba y la sesión continuaba. 

Pavía esperaba tomando una cerveza, en aquella fría madrugada del 3 de enero, frente al Palacio de las Cortes. Iba a tomar una decisión.

Publicado en Libertad Digital.

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