sábado, 21 de marzo de 2009

CARLOS SECO SERRANO, Historia del conservadurismo español, 2000.

La revolución liberal española del siglo XIX es un tema controvertido, tanto por una cuestión historiográfica como ideológica. Puede pensarse que España era un país poco y desigualmente desarrollado, donde no existía burguesía ni proletariado –salvo en Barcelona-. Se ha dicho también que los partidos eran meros recursos de la oligarquía, o de la elite de siempre, para mantenerse en el poder a costa del esfuerzo y esperanzas del pueblo. O que nuestros reyes, especialmente Isabel II, no eran sinceramente liberales, y que todo dependía de una “camarilla” y de la influencia de la Iglesia. Y por fin, que España no es Francia o Inglaterra, que lo que ocurrió en nuestro país no fue una revolución porque no se pareció a lo que pasó en aquellos países. Lo malo de este análisis es que se ha obviado la vida política, minusvalorando los partidos políticos, su pensamiento y a sus hombres, para centrarse en las estructuras sociales y los porcentajes económicos. Afortunadamente se ha recuperado la Historia política, y una buena muestra de ello es esta obra de Carlos Seco Serrano.



El profesor Seco Serrano ha logrado cumplir con éxito un propósito bien arriesgado: defender la tesis de que existió en España una línea liberal-conservadora que ha sido el verdadero progreso para nuestro país. El autor parte de la idea de las “dos Españas” –o mito, o recurso literario-, de la nación quebrada por la necesidad y la resistencia al cambio que se inicia con el reformismo ilustrado del XVIII. De la confrontación entre lo viejo y lo nuevo surgen a comienzos del siglo XIX las soluciones del “justo medio” que teorizó Jovellanos, y del “régimen mixto” de Martínez Marina. Seco Serrano analiza la línea integradora que desde aquellos primeros momentos intentó encontrar un régimen común para la “España reaccionaria” y la “España revolucionaria”. Y la línea la forman cuatro nombres: Martínez de la Rosa, Narváez, O’Donnell y Cánovas del Castillo. Aquella línea pretendió encontrar un régimen común, que uniera a las “dos Españas” aunando las instituciones tradicionales y las aspiraciones liberales. Es la idea de adaptar el régimen político al país, y no al contrario. Así, nuestros pensadores liberal-conservadores idearon combinar la tradición liberal histórica española, real o mitificada, con el “espíritu del siglo”.


Comienza de esta manera Seco Serrano con una defensa del Partido Moderado que huye de la descalificación general y tópica que ha hecho de esta agrupación la historiografía de izquierdas. Seco Serrano señala el éxito de tal partido en la implantación de las instituciones liberales durante el reinado de Isabel II, y en la revolución administrativa que creó el Estado provincial cuya división aún sobrevive. Destaca el autor la idea del centro integrador que puso en marcha Martínez de la Rosa, que tomó el primer moderantismo, y que mantuvieron los moderados puritanos de Pacheco, Pastor Díaz, Andrés Borrego, Ríos Rosas y Cánovas.

Seco Serrano sabe distinguir con gran claridad la pureza de las ideas conciliadoras de los primeros moderados del anacronismo exclusivista y rancio que quedó en el partido a partir de 1851. Antes de este momento, el general Narváez, sobre el que convendría una revisión historiográfica, había intentado la reconciliación con la “España reaccionaria”, la carlista, a través de la ayuda al Papa Pío IX en 1849 y con la integración de los “neocatólicos” del marqués de Viluma y Balmes. La dictadura de Narváez, provocada por el movimiento revolucionario de 1848, cayó en 1851, con el fundamental discurso de Donoso Cortés, su antiguo valedor. Pero el centrismo no se olvidó. Fue retomado por los moderados puritanos en 1854, con una Revolución de la que se arrepintieron, y con fuerza desde 1857, teniendo al general O’Donnell a la cabeza de la Unión Liberal.

El objetivo de este nuevo proyecto integrador, el de la Unión Liberal, era establecer la concordia entre los viejos partidos uniendo a los centristas del Partido Moderado y del Partido Progresista. El profesor Seco Serrano prescinde del método de igualar a todos los que no fueran progresistas. La Unión Liberal no era la oligarquía inventando una salida para el régimen, como se ha repetido desde que Fernando Garrido lo afirmara en el siglo XIX. La Unión Liberal fue el intento más serio hasta 1876 de estabilizar un régimen constitucional abierto, un centro convergente para todos los liberales. La obra de Nelson Durán titulada La Unión Liberal y la modernización de la España isabelina, de 1979, fue un importante trabajo historiográfico que pasó casi desapercibido en su momento, pero que hoy se puede valorar en su justa medida. Durán exponía, sin grandes lastres ideológicos, la historia de un partido de centro y sus esfuerzos para consolidar la libertad. Seco Serrano recoge en gran parte las ideas de Durán desde una visión más global del problema.

El gran error de la Unión Liberal fue terminar, en su opinión, como “partido único”. Llegó la Unión Liberal a su término vital sin conseguir la reconstitución útil de los antiguos partidos, con la crisis del propio y el cercano derrumbe del régimen. La revolución progresista-democrática era en 1868 inevitable, como lo había sido desde 1834, pero la Unión Liberal había conseguido en tan sólo cinco años de gobierno, de 1858 a 1863, dejar patente que la política de transacción, de centro, permitía la estabilidad política y el crecimiento económico.

Narváez intentó integrar a la “España reaccionaria”, a los absolutistas que creían que “el liberalismo es pecado”. O'Donnell y la Unión Liberal creyeron que podían reconciliarse con la “España revolucionaria”, con los progresistas que creían que ellos eran la libertad. Cánovas recogió la herencia puritana, vivió las experiencias fracasadas del Sexenio revolucionario, y creó un conservadurismo integrador y progresivo que permitió el régimen liberal más estable de la España contemporánea. Cánovas del Castillo, asegura Seco Serrano, superó el proyecto de “partido centro-partido único” de la Unión Liberal para forjar un “sistema centro” abierto a izquierda y derecha (p. 174). El político liberal-conservador impulsó la conciliación como modo de hacer política, y unió la tradición histórica y el “espíritu del siglo” del que hablara Martínez de la Rosa. Con ello Cánovas consiguió hacer triunfar el “civilismo” y el “transaccionismo” sobre el militarismo y la guerra civil. El régimen de la Restauración permitió la creación de partidos y sindicatos enemigos del sistema, y dio lugar al “gradual desarrollo” del pueblo español. Cánovas encontró en Sagasta al hombre más indicado para liderar a la izquierda liberal, y en Alfonso XII primero y luego en la Regente María Cristina de Habsburgo los personajes perfectos para el “papel conciliador” que debía tener la Corona. Seco Serrano hace recaer la mayor parte de la responsabilidad de “la oligarquía y el caciquismo” en Sagasta, de tal manera que llama a la manipulación del sufragio universal “farsa sagastina” (p. 237). En mi opinión, sin Sagasta hubiera sido imposible que perdurara el régimen de la Restauración. Supo desembarazarse de todo el pesado equipaje de los “obstáculos tradicionales”, el “desheredamiento histórico”, la Nación contra la Corona, o el “derecho de insurrección”, que habían inventado y sostenido los Joaquín María López, Espartero, Olózaga, Prim y Ruiz Zorrilla.
El libro debería terminar, según la intención inicial, en Cánovas como culminación del liberalismo conservador. Sin embargo, Seco Serrano añade un estudio sobre El fracaso del regeneracionismo conservador (cap. VI) y un epílogo que quizá sean lo más sobresaliente de la obra. Muerto Cánovas en 1897 por obra de un anarquista y con el dinero de los independentistas cubanos, sus herederos no supieron mantener la esencia del “sistema centro”: la conciliación, el respeto al adversario político. Especialmente duro es Seco Serrano con Francisco Silvela, al que achaca un regeneracionismo tan demagógico como inútil. Cuando la transacción dejó de ser la manera de hacer política surgieron todos los males que el “sistema canovista” había logrado neutralizar: la “santa intransigencia” y el militarismo. En la crisis de la primera mitad del XX fueron tan exclusivistas la ultraderecha como Manuel Azaña. A este republicano, de “vocación jacobina”, que se creía a sí mismo “encarnación de la República”, compete la máxima responsabilidad en el diseño de una forma de gobierno “contramodelo” de la Restauración. Es decir, alentó el menosprecio al adversario político, el exclusivismo, la intransigencia y la alianza con quien todo lo fiaba a la revolución; en definitiva, las formas de hacer política que terminaron con la II República.

La vindicación de Alfonso XIII que hace el autor es discutible. El autor describe la inocente y buena intención del Rey de regenerar España, a la que no identificó con la Dinastía ni con la Constitución de 1876, pero olvidando que aceptó la dictadura de Primo de Rivera. Y esto es especialmente grave en el hijo de Alfonso XII y María Cristina de Habsburgo, dos reyes convencidos de la necesidad del mantenimiento de la libertad constitucional. De todas formas, el amor de Alfonso XIII a nuestro país permitió la pacífica proclamación de la República el 14 de abril: “Espero no tener que volver –dijo en 1931-, porque eso solamente significaría que España se ha equivocado de nuevo; que no es próspera ni feliz” (p. 300). El profesor Seco Serrano hace una crítica abierta a la izquierda maximalista, desde el Partido Progresista en el XIX hasta el republicanismo de Azaña y el PSOE de la II República. El autor argumenta la incapacidad de cierta izquierda para configurar un régimen de libertades en el que cupieran todos los españoles, y el recurso a la violencia y a la descalificación global cuando estaba alejada del poder. Sólo cuando se recuperó el modelo de consenso para construir un régimen político pudo crearse un “sistema centro” que, mediante una “nueva Restauración”, la de don Juan Carlos I, acertaría a restablecer “el civilismo y a inaugurar en España una auténtica democracia” (p. 309).
La conclusión del trabajo de Seco Serrano es bien fácil: sólo el carácter integrador y tolerante puede salvar la libertad en una sociedad plural. Los proyectos políticos empeñados en la imposición, en la intransigencia, han fracasado rotundamente; mientras que los que han contemplado como normas de la vida política el respeto de los derechos de las minorías, la transacción y la conservación de los elementos comunes de unión han hecho perdurar la libertad, a pesar de no ser tan perfectos como las utopías librescas.

Jorge Vilches, Revista de Estudios Políticos, núm. 112, Abril-Junio, 2001, pp. 341-344.

Carlos Seco Serrano, Historia del conservadurismo español. Una línea integradora en el siglo XIX, Madrid, Temas de Hoy, 2000, 343 páginas.

1 comentario:

  1. He leido este libro, uno de los mejores (V. Alba, R. de la Cierva) en este tema. Gracias!

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